viernes, enero 22, 2010

Le comenté:
-Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
-¿Te gustan solos o con rimel?
-Grandes,
respondí sin dudar.
Y
también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.

jueves, diciembre 31, 2009

2009. El recuento de los daños:

Kafka en la orilla - Haruki Murakami
Ensayo sobre la lucidez - José Saramago
La tregua - Mario Benedetti
High Fidelity - Nick Hornby
Crónico del pájaro que da cuerda al mundo - Haruki Murakami
Un viejo que leía novelas de amor - Luis Sepúlveda
Homo Videns: La sociedad teledirigida - Giovanni Sartori
La caza del carnero salvaje - Haruki Murakami
Harry Potter y el misterio del príncipe - JK Rowling
Harry Potter y las reliquias de la muerte - JK Rowling
La panza es primero - Rius
Los minutos negros - Martín Solares
De amor y de sombra - Isabel Allende
Crepúsculo - Stephanie Meyer
Hot Line - Luis Sepúlveda
Primavera con una esquina rota - Mario Benedetti
Todas las familias felices - Carlos Fuentes
El embrujo de Shanghai - Juan Marsé
Los propios dioses - Isaac Asimov
El plan infinito - Isabel Allende
La elocuencia del silencio - Montse Urpí
Teoría y práctica del discurso - Norberto de la Torre
El cuento de la criada - Margaret Atwood
Hija de la fortuna - Isabel Allende
La vecina orilla - Mario Benedetti
Hotel Limbo - Mónica Lavín
Los rojos de ultramar - Jordi Soler
Momo - Michael Ende
La casa de las bellas durmientes - Yukio Mishima
El amor en los tiempos del cólera - Gabriel García Márquez
Alicia a través del espejo - Lewis Carroll
Travesuras de la niña mala - Mario Vargas Llosa
El viejo y el mar - Ernest Hemingway
El amor, las mujeres y la vida - Mario Benedetti
Clima de miedo - Wole Soyinka
El lenguaje del cambio - Paul Watzlawick
La inmortalidad - Milan Kundera
Gracias por el fuego - Mario Benedetti
Ronda de Guinardó - Juan Marsé
El mono enamorado y otros ensayos sobre nuestra vida animal - Robert Sapolsky
Sputnik, mi amor - Haruki Murakami
Si te dicen que caí - Juan Marsé
Las ciudades invisibles - Italo Calvino
Arkansas - David Leavitt
Breve historia de los colores - Michel Pastoureau & Dominique Simonnet
Nueve aquitania - Jordi Soler
Para entender: La reforma política del estado - María Amparo Casar
La victoria que no fue - Óscar Camacho & Alejandro Almazán
El Apando - José Revueltas
La televisión que nos gobierna - Jenaro Villamil
1984 - George Orwell
Nacidos para comprar - Juliet B. Schor
Cuando ya no importe - Juan Carlos Onetti
Fin del mundo y un despiadado país de las maravillas - Haruki Murakami
Los Almuerzos - Evelio Rosero

lunes, diciembre 07, 2009

i've been thinking everyday about you
don't fit anywhere into my life, but that's okay
'cause i think i might be right for you
and because of that, i'm not scared at all

and everyone says i'm crazy
and everyone says i'm a fool
would you meet me by the water tonight?
'cause i'm ready to break all the rules

martes, octubre 06, 2009

demasiados adjetivos.

viernes, octubre 02, 2009


Habría que lavar no sólo el piso: la memoria.
Habría que quitarles los ojos a los que vimos,
asesinar también a los deudos,
que nadie llore, que no haya más testigos.

Pero la sangre echa raíces
y crece como un árbol en el tiempo.

La sangre en el cemento, en las paredes,
en una enredadera: nos salpica,
nos moja de vergüenza,

de vergüenza,


de vergüenza.


lunes, agosto 31, 2009


take me, take me back to your bed
i love you so much that it hurts my head
i don't mind you under my skin
i'll let the bad parts in, the bad parts in

miércoles, agosto 19, 2009

Te decía que Vidal nació en la mañana con mis labios sobre tus labios como para meterte en la boca la certeza del flamante primo, detrás de tu nuca el vaso con agua y el celular, empujando mi vientre ansioso al tuyo, escaleras abajo, hasta la rechinante puerta de la habitación.

Después, después, el mobile con sus trozos colgantes de geoda que tintinean bajo la ventana abierta y tus besos en la espalda baja torturada me arrancan el suplicio delineando un escalofrío hasta el centro mismo de las piernas, con el hueco de mi cintura entre tus manos y la certeza de mis 43 kilos como un estigma lastimero sobre ti.

La mirada de Ella vigilando desde la repisa, junto al ramo de rosas marchitas que algún día me diste, una colcha azul de plumas bajo el perro adormecido con las patas estiradas y el nudo de nuestros cuerpos, hurgando en los lunares de tu hombro izquierdo por la justificación de mi veintena al borde del mismo precipicio y encontrarla al repasar las puntas de mis dedos en los rasguños de tu espalda.

domingo, julio 26, 2009


-¿Tú me quieres de verdad? -me preguntó en voz baja.
-Pues claro -respondí-. Claro que te quiero.
Me miró de frente apretando los labios con fuerza. Sostuvo la mirada tanto tiempo que empecé a sentirme incómodo.
-Yo también te quiero -dijo un poco después.
"Pero", pensé.

-Pero -siguió tal como yo había previsto-, no vayas tan deprisa.
Asentí.
-No me atosigues. Yo tengo mi propio ritmo. No soy tan espabilada. Necesito tiempo para hacer las cosas. ¿Podrás esperar?
Volví a asentir en silencio.
-¿Me lo prometes? -preguntó.

-Te lo prometo.

-¿Y no me harás daño?

-No te haré daño.
Izumi bajó los ojos y se quedó mirando los zapatos. Eran unos mocasines negros corrientes. Al lado de los míos, se veían tan pequeños que parecían de juguete.
-Tengo miedo -dijo-. Últimamente, no sé por qué, me siento como un caracol sin caparazón.
-Yo también tengo miedo. No sé por qué, pero a veces me siento como una rana sin membranas entre los dedos.
Alzó la vista y me miró. Esbozó una pequeña sonrisa.
Luego, sin mediar palabra, nos dirigimos a la parte umbría del edificio, nos abrazamos y nos besamos. Éramos un caracol que había perdido el caparazón y una rana que había perdido las membranas. La apreté con fuerza contra mi pecho. Nuestras lenguas se tocaron con suavidad. Acaricié sus senos por encima de la blusa. No se resistió. Sólo cerró los ojos, suspiró. Sus pechos no eran muy grandes, se amoldaban a la perfección a la palma de mi mano. Como si hubieran sido hechos para ello. Ella apoyó la mano sobre mi corazón. Su tacto se fundió con mis latidos.

jueves, julio 09, 2009


Tenía los tobillos como los de un junco altivo; tensos, alargados, a punto de saltar. Le gustaba exhibirlos y usaba sandalias de correas delgadas que no entorpecieran su prodigio. Insinuaba una coquetería natural al caminar, provocada justamente por ese par de tobillos delgados que trazaban una fina línea entre el sórdido andar de los mortales y el vaporoso deambular de los espíritus.
La gente volvía la mirada al pasar junto a ella, asombrada ante el equilibro pasmoso con el que recorría su existencia. Inspiraba una dolorosa ternura observarla subir la escalera, apoyando la puntita del pie derecho y jalando hacia atrás el cuerpo para después apoyar la otra puntita y que una serie de suspiros llenaran las bocas de los espectadores al admirar esa delicada secuencia de movimientos.
Aquella mañana había andado descalza, luciendo su habilidad de equilibrista al convertir la cocina en la cuerda floja que le suspendía tres mil metros sobre el vulgar andar de los demás. Una corriente de aire cerró la ventana de piso de arriba y quebró el cristal, derramando vidrios con un estruendo digno de un robo. Ella escuchó el estrépito y subió las escaleras con prisa, apoyando la puntita del pie derecho y jalando hacia arriba el cuerpo para después apoyar la otra puntita, y la otra y la otra y la otra, hasta que el escalón se perdió en medio de otros dos idénticos y la infortunada puntita del pie izquierdo resbaló sin perder ni un atisbo de su particular elegancia. El tobillo se dobló hacia abajo, al perder por primera vez en su vida el equilibro con el que andaba el mundo, y cayó justo a la mitad de la escalera, confundida entre los aullidos de dolor que le llenaban la boca y la rabia contra ese esguince que estaba empezando a deformarle el junco orgulloso. Él escuchó el estruendo, corrió con la taza de café aún en la mano para detenerse al pie de la escalera y no admirarla en su grácil andar de venada, sino encontrarla desencajada como una pobre marioneta a la que le han cortado los hilos con un golpe de tijera.
La tomó en brazos, besándole los ojos llorosos, las mejillas empapadas, acostándola sobre la cama, preguntándole torpemente ¿te duele mucho, vida mía, mucho, mucho?, apartándole los cabellos de la frente y ahora arrodillado ante sus pies, gemelos idénticos desparejados, besándole el pie del pasito malo, el del tobillo lastimado, caliente e hinchado bajo sus labios. Corrió a la cocina a traer un puñado de hielos que envolvió en la toalla de manos y colocó junto a la articulación herida, apretándola con tanta angustia a ratos que ella soltaba un quejido; con la nariz casi pegada al pie siniestro, escrutaba cualquier cambio en la hinchazón, algún síntoma que anunciara una catástrofe irremediable.
Y mientras los hielos se derretían bajo la toalla, goteando las sábanas de la cama, le extendió la pierna, levantándola para mirar a trasluz el tobillo y una gota de agua fría escurrió desde la pierna hasta el interior de sus muslos, provocándole a ella escalofríos y a él una ternura infinita al imaginarse esa gota como una lágrima que se escapa del tobillo. Siguió con la punta del dedo el rastro dejado por la gota, sorteando las venas traslúcidas bajo la piel, yendo en el sentido de la sangre que bajaba del pie desde lo alto. Frente a ella, con la rodilla temblorosa del pasito malo sobre el hombro, perdió el rastro de la gota al sumergirse en el interior de su falda. El dedo se perdió entre sus piernas como un zahorí en busca de agua y encontró, sorprendido, un nacimiento tan húmedo que le borró por completo la angustia de la torcedura.
Ella se había quedado quieta y sollozante, tan abatida por ese súbito accidente mundano que le dolía más la vergüenza de su pérdida de equilibrio que el suplicio de las palpitaciones. Cuando advirtió que él se olvidaba del esguince y pasaba a concentrarse en cosas más agradables, se abandonó al placer de haber tropezado con el mejor y probablemente el más feliz remedio contra las heridas.

jueves, junio 25, 2009

you pull me through time


all these years,
all these memories,
there was you