Tenía los tobillos como los de un junco altivo; tensos, alargados, a punto de saltar. Le gustaba exhibirlos y usaba sandalias de correas delgadas que no entorpecieran su prodigio. Insinuaba una coquetería natural al caminar, provocada justamente por ese par de tobillos delgados que trazaban una fina línea entre el sórdido andar de los mortales y el vaporoso deambular de los espíritus.
La gente volvía la mirada al pasar junto a ella, asombrada ante el equilibro pasmoso con el que recorría su existencia. Inspiraba una dolorosa ternura observarla subir la escalera, apoyando la puntita del pie derecho y jalando hacia atrás el cuerpo para después apoyar la otra puntita y que una serie de suspiros llenaran las bocas de los espectadores al admirar esa delicada secuencia de movimientos.
Aquella mañana había andado descalza, luciendo su habilidad de equilibrista al convertir la cocina en la cuerda floja que le suspendía tres mil metros sobre el vulgar andar de los demás. Una corriente de aire cerró la ventana de piso de arriba y quebró el cristal, derramando vidrios con un estruendo digno de un robo. Ella escuchó el estrépito y subió las escaleras con prisa, apoyando la puntita del pie derecho y jalando hacia arriba el cuerpo para después apoyar la otra puntita, y la otra y la otra y la otra, hasta que el escalón se perdió en medio de otros dos idénticos y la infortunada puntita del pie izquierdo resbaló sin perder ni un atisbo de su particular elegancia. El tobillo se dobló hacia abajo, al perder por primera vez en su vida el equilibro con el que andaba el mundo, y cayó justo a la mitad de la escalera, confundida entre los aullidos de dolor que le llenaban la boca y la rabia contra ese esguince que estaba empezando a deformarle el junco orgulloso. Él escuchó el estruendo, corrió con la taza de café aún en la mano para detenerse al pie de la escalera y no admirarla en su grácil andar de venada, sino encontrarla desencajada como una pobre marioneta a la que le han cortado los hilos con un golpe de tijera.
La tomó en brazos, besándole los ojos llorosos, las mejillas empapadas, acostándola sobre la cama, preguntándole torpemente ¿te duele mucho, vida mía, mucho, mucho?, apartándole los cabellos de la frente y ahora arrodillado ante sus pies, gemelos idénticos desparejados, besándole el pie del pasito malo, el del tobillo lastimado, caliente e hinchado bajo sus labios. Corrió a la cocina a traer un puñado de hielos que envolvió en la toalla de manos y colocó junto a la articulación herida, apretándola con tanta angustia a ratos que ella soltaba un quejido; con la nariz casi pegada al pie siniestro, escrutaba cualquier cambio en la hinchazón, algún síntoma que anunciara una catástrofe irremediable.
Y mientras los hielos se derretían bajo la toalla, goteando las sábanas de la cama, le extendió la pierna, levantándola para mirar a trasluz el tobillo y una gota de agua fría escurrió desde la pierna hasta el interior de sus muslos, provocándole a ella escalofríos y a él una ternura infinita al imaginarse esa gota como una lágrima que se escapa del tobillo. Siguió con la punta del dedo el rastro dejado por la gota, sorteando las venas traslúcidas bajo la piel, yendo en el sentido de la sangre que bajaba del pie desde lo alto. Frente a ella, con la rodilla temblorosa del pasito malo sobre el hombro, perdió el rastro de la gota al sumergirse en el interior de su falda. El dedo se perdió entre sus piernas como un zahorí en busca de agua y encontró, sorprendido, un nacimiento tan húmedo que le borró por completo la angustia de la torcedura.
Ella se había quedado quieta y sollozante, tan abatida por ese súbito accidente mundano que le dolía más la vergüenza de su pérdida de equilibrio que el suplicio de las palpitaciones. Cuando advirtió que él se olvidaba del esguince y pasaba a concentrarse en cosas más agradables, se abandonó al placer de haber tropezado con el mejor y probablemente el más feliz remedio contra las heridas.